La Balada del Cieno

La guerra entre el Imperio de Arcias y los Reinos de Zurigdur se encuentra en uno de sus momentos más tensos. El frente se está llevando a más hombres que nunca y las ciudades ya no son lugares seguros en los que refugiarse. El vigesimosexto emperador Selerio III, ingenuo y cobarde, solo ha ayudado a que esta lucha se intensifique. Su dinastía, gobernadora de Arcias por más de un milenio, está a punto de desaparecer. El general Máximus Sólem, antaño un importante héroe y ahora el vigilante de unas minas, enviará a su propio hijo con un mensaje de suma importancia para que lo entregue en la capital. Mientras tanto, él dirigirá a un grupo de esclavos a inspeccionar unas ruinas cercanas en las que varios testigos aseguran haber visto a zurigduritas merodear por el lugar. Acompaña a un variopinto grupo de personajes a través de su viaje por las tierras de Arcias, unas llenas de peligros no solo por las criaturas que las habitan, sino también por sus propias gentes. A continuación presentamos el prólogo de La Balada del Cieno de forma gratuita: —Entonces —dijo Clode apartando las ramas desnudas de los árboles que se encontraban a su alrededor—, se supone que buscamos una rata, ¿verdad? —Sí, algo así… Parecía una rata gigante, podría tratarse de un ruto, diría yo —respondió Plasedio. —No lo aguanto más, llevamos varias horas caminando sin rumbo… Además, este árbol me suena, creo que hemos pasado antes por aquí —comenzó a decir Toroix protestando.  —Vamos a ver, todos los árboles son iguales, o muy parecidos, así que no creo que hayas reconocido uno en concreto —contestó Clode. —Pues yo coincido con Toroix, parece el mismo árbol que hemos dicho hace un rato, el de la rama con forma de hacha. En efecto, era exactamente el mismo árbol que unas horas antes se habían quedado mirando. Una de sus ramas, la que aparentaba ser más larga, tenía una forma extraña, casi como la de una hachuela. Eso era algo que les extrañaba, pues no era costumbre encontrar ramas así. De hecho, según recordaba Clode, antiguamente tenían un dicho para aquello: Quien buena rama observa, a buena dama corteja. La verdad es que desconocía por completo su significado, pero creía que podía tener algo que ver con aquella situación… Clode no era demasiado espabilado. Seguían pasando las horas, y aún no habían dejado de caminar. Toroix quería volver a su casa, estaba ya cansado, ni siquiera creía que la criatura que buscaban existiera. Su aldea, de la que no recuerdo ahora mismo el nombre, se encontraba situada en mitad de los frondosos bosques de Viejolvidado, aquellos que hacían límite con las Tierras Libres. —Escúchame, Plasedio, como no encontremos a la rata esa… —dijo Toroix agarrando a su amigo del hombro—. Pienso colgarte de la torre más alta de todo Arcias, ¿queda claro? —Clarísimo… —respondió el joven, asustado. Toroix era un elfo, alto y moreno. Su cabellera, curiosa cuanto menos, recordaba a la que muchos clanes bandidos del sur solían portar como signo de valentía. Su pelo, afeitado por ambos lados aunque con unas largas trenzas en mitad de aquella esférica y brillante cabeza, asemejaba a la cola de un caballo, lo que era fuente de múltiples comentarios y risas por los más ancianos de la ciudad. Los clasianos, también llamados elfos, eran una raza que habitaba Arcias desde tiempos inmemoriales. Con su origen en los alrededores de la capital de Viejolvidado, la ciudad de Clasios, de ahí su nombre, habían conquistado poco a poco todo el mundo conocido, gracias en gran parte a su alianza con los hombres.  Clode, en cambio, pertenecía a esta raza de humanos, quienes eran la mayoría en Arcias, y su sueño desde que era un niño tonto e inocente era poder algún día unirse al Imperio para viajar por todo el mundo. Los hombres o humanos, originarios del norte del mundo (no se sabe qué lugar en concreto), habían basado toda su existencia en conquistar tierras y llevar el orden pues, para ellos, lo más importante era civilizar los lugares conocidos y por conocer. Desde que nacían hasta que morían, al menos en territorio imperial, eran educados por y para el Imperio. Debían dedicar su vida a servirlo, honrarlo e inclusive mejorarlo, era de aquella forma como habían logrado crear el mayor reino de toda Arcias. Y no solo eso, sino también los mejores artistas, el ejército más grande y… Bueno, no destacaban en mucho más. Y qué decir de Plasedio… La verdad, no sé qué decir de él. Era un hombre, sí, pero uno que no hacía honor a esta raza. Era bastante alto, algo a su favor, pero también era muy delgado, lo que le hacía parecer en ocasiones uno de esos no muertos que habitaban Charcopestazo. Su rostro era huesudo, con unas grandes ojeras bajo unos ojos que parecían estar a punto de saltarle de la cara en cualquier momento. Ni siquiera su sonrisa era algo que admirar, pues incluso cuando era verdadera parecía estar forzándola. Y esa barba… Todos le decían que se afeitara, que se quitara lo que aparentaba ser un roedor muerto colgándole de la cara. —Clode, ya no aguanto más, me marcho, quédate tú con él y su rata si quieres, pero yo me voy, esto es inaguantable —dijo Toroix. Nadie respondió. Extrañado, el clasiano se giró, buscando a sus amigos. No estaban ahí. No había nadie a su alrededor. —¡Ya veo! No solo me hacéis venir hasta el trasero del mundo sino que también me dejáis solo, ¡irium! —comenzó a gritar el elfo—. Está bien, ¿sabéis qué? Cuando volváis al pueblo ni me habléis, esto se ha acabado, pienso contárselo al señor Deviies. Toroix se puso a caminar entre los árboles, regresando a la villa, o al menos eso creía él. La frondosidad por aquella zona, incluso estando cerca de las Tierras Libres, era pobre o incluso nula. En toda aquella primavera no habían crecido hojas en los bosques, haciendo parecer al lugar un gran yermo sin vida en el que de vez en cuando se podía encontrar algún animal que cazar. Desde el otoño, que en unos escasos meses regresaría, las tierras habían empezado a dejar de dar fruto y el poco que daban salía de una calidad nefasta, tanto que no merecía la pena ni dárselo a los cerdos. No estaba siendo una buena época para la aldea, pero igualmente debían permanecer ahí, al fin y al cabo era su hogar. —Por los cinco, tener que volver solo hasta casa… Esto es increíble. Eowa les dé el castigo que merecen —Toroix, enfadado, comenzó a maldecir a sus amigos por lo bajo. Aunque estuviera solo, no se fiaba de que alguien pudiera escucharle.  Sus piernas le empezaban a doler, al fin y al cabo llevaba caminando cerca de una hora, y él acostumbraba a trabajar sentado, pues servía a Gang Deviies, el archivero de la aldea. Su labor era una de las más importantes, analizar todos y cada uno de los escritos archivados, recibidos o por enviar. El señor Deviies siempre se había portado bien con él, en ocasiones mejor que sus propios padres. Aquella era otra de las razones por las que no abandonaba el pueblo, no lo podía dejar solo. Gang era un hombre ya mayor, más amigo de la muerte que de la vida, pues estaba llegando a los noventa y ocho años, una edad que casi ningún hombre alcanzaba. Él mismo decía que estaba sorprendido, que probablemente se debía a la saludable vida que había llevado en el campo. Otros simplemente lo tachaban de brujo, de conocedor de realidades. «Memeces», pensó Toroix. Sus padres eran unos de esos, decían que aquel “viejo carcamal” no hacía más que lavarle el cerebro a su hijo e inculcarle ideas propias de un insurgente. Decían que si seguía así acabaría metido en problemas. No se equivocaban. —¡Ey! —gritó el elfo, quien dolido y enojado, había observado a lo lejos lo que parecía una persona. La verdad es que desde hacía un tiempo le fallaba la vista (lo que tenía estar leyendo antiguos escritos durante horas), pero la borrosa silueta que llegaba a apreciar parecía ser por lo menos humanoide. Percatado del error que acababa de cometer, comenzó a acercarse con cuidado. Aquellos bosques solían estar habitados por terribles bandidos que no dudaban ni un instante en destripar a sus víctimas con tal de conseguir un par de monedas de oro. Gritar no había sido su mejor idea. Sus botas marrones comenzaron a hundirse en el húmedo barro. A su alrededor solo podía escuchar los piares de unos pequeños pajarillos y algún insecto que otro que le cruzaba cercano al oído. Tras deslizarse en silencio, primero por su vaina y después por las telas que portaba el elfo, un pequeño pero afilado cuchillo apareció en las manos de este. Si se trataba de un bandido, y por algún casual no lo había visto, tal vez se pudiera deshacer de él rápidamente.  Conforme avanzaba, la silueta se empezaba a deformar. Había dejado de ser un humano, convirtiéndose en algo mucho más tenebroso. Toroix se quedó paralizado por el miedo. Lo que él creía que era una persona… era más bien un cadáver. Estaba empalado en el suelo, algo que no acostumbraba a ver. Mas no era un empalamiento como otros que se pudiesen ver en ciudades, este era verdaderamente aterrador. Parecía como si un árbol hubiera crecido bajo los pies de aquella persona instantáneamente, haciendo crecer su ramas por todos los conductos sanguíneos del sujeto. Algo que ninguna persona corriente podría haber hecho. En ese momento, cientos de crujidos sonaron cercanos al elfo, como si todas las ramas que tenía a su alrededor se hubieran partido a la vez. Asustado, Toroix se tiró al suelo al instante, cercano a él se encontraba un pequeño hueco que debía haber excavado algún animal, sin pensárselo se metió en él. Si aquello que le había hecho eso al cadáver era humano, tal y como se hallaba oculto sería muy difícil que lo encontrara, pero tenía que salir de aquel lugar, debía volver a la aldea para informar a sus vecinos y amigos. —¿Lo has oído? —susurró Clode. —No he oído nada, sigamos buscándolo, vamos. —Juraría que era la voz de Toroix. —Te digo que no he oído nada, venga va, estoy seguro de que sus huellas seguían por aquí —insistió Plasedio mientras se ajustaba bruscamente unos verdosos pantalones, que a cada paso que daba se le caían un poco. Llevaban un rato buscando a su amigo, y habían encontrado lo que parecían sus pisadas. —En cuanto lo encontremos nos marcharemos, ¿verdad? Lo digo porque no pienso seguir buscando a la maldita rata esa. —Está bien, podemos volver mañana, seguro que no habrá ido muy lejos. —¿Cómo era esa cosa? —preguntó el joven, que se rascaba con fuerza un pequeño sarpullido que le había brotado en su brazo izquierdo, probablemente fruto de alguna alergia. —No era una rata como tal, de eso estoy seguro… Era negra, y muy grande. Casi tan grande como estos árboles. Por unos instantes llegaba a parecer líquida, pero en todo momento tenía una forma clara. Su boca era enorme y su interior brillaba de un color azulado. —No me gusta como suena eso, Plasedio. La luz había dejado de alumbrar la arboleda, pues el sol se había puesto hacía un rato ya. Aquella llanura llena de pilares de madera en la que se encontraban, antaño cubierta por las hojas de los árboles que ahora no eran más que un recuerdo, no era demasiado segura durante la noche. Podían apreciar el cielo entre las ramas desnudas y muertas, estaba lleno de estrellas y una gran luna que no llegaba a resaltar, pues los protagonistas de aquel cielo, como siempre, eran los tres gigantescos planetas hermanos de Arcias. Los árboles que poblaban estas espesuras no eran precisamente grandes como en el resto de Viejolvidado, no medían más de quince pies y sus troncos eran extremadamente finos y frágiles, hechos de una madera muy rugosa y clara. El suelo estaba cubierto por ramas partidas, hojas muertas, piedras de gran tamaño y algún que otro cadáver de animal podrido, y bajo aquello, simplemente barro provocado por la humedad que tanto caracterizaba la Región de Viejolvidado. —Se ha hecho tarde ya, habría que ir volviendo, además, seguro que Toroix está ya de vuelta —le dijo Clode a Plasedio. En efecto, había pasado mucho rato desde que su amigo se hubiera perdido. Plasedio no respondió, parecía estar mirando algo en el suelo. —¿Lo estás viendo? —preguntó absorto—. Fíjate cómo brilla… Clode no entendía a lo que se refería Plasedio, allí no había nada, como en el resto de la Región. Lo máximo que te podías encontrar era la oxidada trampa que algún cazador hubiese colocado. —Vámonos, Plasedio, creo que necesitas descansar. —Dame un segundo, tengo que cogerlo —instó el delgaducho hombre mientras se agachaba a rebuscar en el barro.  A los pocos segundos de meter la mano en la humedecida tierra, Plasedio sacó metida entre sus dedos lo que parecía una pequeña piedra blanquecina que brillaba incluso sin darle ninguna luz, pues parecía generar la suya propia. <<Se debe de tratar de algún trozo de velferia>>, supuso Clode, quien no pudo evitar ver cómo una gran cantidad de sangre brotaba de la mano de su amigo. (La velferia es una lámpara de muy común uso en las ciudades imperiales. Debido a una extraña reacción producida durante la formación del mineral que se encuentra en su interior, ésta brilla sin la necesidad de encenderla con fuego) —Estás sangrando, debes haberte cortado con algo —dijo este mientras sacaba algo de uno de sus bolsillos—. Espera, te daré un trapo. Pero mientras Clode buscaba un pañuelo con el que limpiar la herida de su compañero, un fuerte viento más frío que cualquier noche de invierno azotó a ambos, haciéndolos caer al suelo, y despertando los sentidos de Plasedio de nuevo. —¡¿Por los dioses, qué ha sido eso?! —gritó Clode, intentando colocarse de nuevo en pie. —La rata —susurró su compañero, guardándose la pequeña piedra en su bolsillo y agarrando a Clode para evitar que se levantara—. Tal vez la ha atraído mi sangre. No hagas ningún ruido… Clode intentó verla, localizarla, pero a su alrededor no había nada ni nadie, tan solo aquel azafranado páramo muerto. Durante un largo rato se mantuvieron tirados en el suelo, por si acaso la criatura siguiera ahí. —Creo que se ha marchado —dijo Clode, levantándose del suelo—, debemos volver inmediatamente al pueblo, hay que avisarles de lo visto… Clode ofreció la mano a su compañero para levantarse, éste aceptó su ayuda. Pero mientras se disponía a ponerse en pie, otra gran brisa de viento tiró de nuevo al suelo a Plasedio, que esta vez notó un gran dolor al caer. Cuando recobró la vista a los pocos segundos tuvo que quitarse algo de la cara, parecía viscoso y caliente, conforme más abría los ojos mejor podía apreciar de lo que se trataba: un trozo de carne. Donde antes se encontraba Clode ahora no había más que un charco de sangre, que parecía seguir a lo largo de un tramo que se perdía entre los árboles. Pero, egoístamente, aquello no fue lo que preocupó a Plasedio, pues igual que su amigo había desaparecido, así lo había hecho también su brazo derecho. El delgaducho hombrecillo se puso en pie como pudo, gritó por un momento, se tapó la boca con la mano que aún le quedaba y comenzó a correr. No cesaba de sangrar, pues del codo para abajo no quedaban más que trozos de carne que colgaban intentando desprenderse de su cuerpo. Pero no podía pararse a pensar en ello, debía seguir corriendo, no quería acabar como Clode. Si no se daba prisa el suelo no solo estaría cubierto de los restos de su amigo. Nunca había corrido tan rápido, jamás. Aunque aquello no lo salvaría de su destino. Por un breve momento notó un fino pinchazo en el pecho, como si una aguja se le hubiera clavado, y aquello hizo que dejara de correr. Al bajar la cabeza, pudo ver cómo una puntiaguda lengua rosada, o al menos eso suponía él que era, le había atravesado espalda y pecho. Ahora sí, había comenzado a dolerle. Un dolor todavía peor que el del brazo, pues se expandía velozmente por todo su cuerpo, haciéndole sentir una quemazón que ni su propio cuerpo estaba siendo capaz de tolerar. Rápidamente, la criatura tiró de él y durante un momento, Plasedio pudo ver cómo a su alrededor todo se tornaba oscuro, aunque una pequeña luz azul iluminaba el lugar. Tras esto, comenzó a sentir cómo el extraño ser le iba clavando los dientes por toda su piel, su cuerpo había dejado de sentir dolor, por lo que aquello no eran más que pellizcos. No podía casi ni moverse, suponía cuál sería su destino, pero no quería hacerse a la idea. Sus ojos se iluminaron, una nueva angustia vino a su mente. Con sus últimas fuerzas metió su mano en el bolsillo y suspiró profundamente. Todavía tenía consigo la piedra. Tras salir del hueco, Toroix comenzó a correr, huyendo de aquel lugar. Tenía que contar lo visto en el pueblo, la gente debía prepararse para lo que fuera que hubiera hecho aquel empalamiento. Y aunque así lo intentó, no duró mucho corriendo. Él mismo se había dado cuenta, había notado como el suelo descendía por un instante y, después, el sonido de la piel resquebrajándose. La sensación de que parte de su pierna se separaba a tirones hizo caer al suelo a Toroix, que no entendía muy bien qué ocurría. Un angustioso grito sordo inundó el lugar. Al mirarse su extremidad izquierda pudo ver lo que le había ocurrido, un pequeño cepo para animales le había atrapado la pierna. La sangre carmesí florecía a mansalva. El clasiano, haciendo uso de su escasa fuerza, abrió la trampa y sacó su pie, destrozado y casi inmóvil. Toroix prosiguió. Aquellos bosques eran gigantes, tan parecidas todas sus esquinas que era muy sencillo perderse por ellos, pero el elfo conocía el camino de vuelta de memoria. Pero, incluso con árboles tan idénticos y distintos a la vez, Toroix supo perfectamente guiarse. Las ramas señalaban el camino, eso lo sabía… Pero no solo aquello le ayudaba, también la disposición de los troncos, incluso de las rocas que salían del suelo. Era en todo ello en lo que se fijaba para orientarse. Al menos antes de que todo su alrededor se volviera oscuro. No podía moverse. No sentía el cuerpo. Bueno, sí que lo notaba, pero era como si estuviera en una continua caída.  Nunca le había pasado nada como aquello, algo parecido sí, pero igual nunca. El dolor de la pierna aumentó y, a su vez, un pinchazo en la cabeza comenzó a incordiarle. Además, tanta caída lo estaba mareando. Por suerte, la bajada cesó, y con ello un enorme golpe contra el suelo. Toroix comenzó a abrir los ojos, se había desmayado, tal vez por el dolor, o tal vez por el cansancio. Eso era lo que le había provocado aquel pequeño delirio. Desconocía cuánto tiempo llevaba ahí tirado, pero sabía que tenía que continuar, debía ponerse en pie y seguir hasta su aldea. A lo lejos comenzó a divisar lo que parecía una luz de hoguera, o quizás de las antorchas que iluminaban su pueblo. Fuera lo que fuese, alguien debía haber encendido aquellas luces, y cualquier persona le iba a ser de ayuda en ese momento.Nuevo párrafo
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